martes, 16 de diciembre de 2008

RED LIGHTS, BIG CITY


Bien sabéis los que me conocéis ―los que habéis tenido esa desafortunada, aunque en la mayoría de casos merecida, condena― que, en estas páginas, difícilmente vais a encontrar la Nederland de Rembrandt, los azulejos de Delft y los campos de tulipanes. Para eso ya tenéis las guías, los canales televisivos de viajar y los prescindibles videoreportajes de algún familiar cansino y desconsiderado.

Mi Holanda es ―y será― una Holanda de sensaciones y ambientes, de bofetadas culturales y cafés oscuros, de “entre bambalinas” y “teatro dentro del teatro”, de cerveza blanca y ginebra joven, aunque sin olvidar aquellos rincones que, a pesar de su popularidad, merezcan la trova del viajero. Una mirada reflexiva y bohemia que, para qué engañarnos, no va más allá de torpe embozo de la demencia.

Acusarme de banal, pueril y hasta desconsiderado pero si algo merece una oda, en éste mi Ámsterdam, es el Barrio Rojo.

Como en aquellos viejos recortables de muñequitos en calzón donde a la enfermera le tocaba la jeringa y al bombero la manguera, a Ámsterdam ―por su pasado de ciudad portuaria y, por ende, de descanso del marino― le toca la puta.

Sin entrar en polémicas sobre la “profesión más vieja del mundo” y sus pájaras de vida alegre ―pues nada entiendo de fútbol― simplemente diré que, partiendo del hecho incuestionable de que meretrices ha habido siempre y siempre habrá, si hay una fórmula: es ésta.

Aquí, nada de barrios deprimidos ni deprimentes sino junto al centro neurálgico que es la Plaza Dam.

Aquí, nada de marginación sino en una amplia calle cruzada por un bello canal repleto de cisnes que es la más visitada de la ciudad. Con sus perfectas estampas familiares entre farol y farol y cientos de turistas paseando risueños y cordiales.

Aquí, nada ―o casi nada― de chulos y tráficos ilegales de personas sino autónomas del sexo que alquilan su escaparate, hacen su declaración de renta, elijen a su cliente y tienen derecho a la pensión de jubilación.

Aquí, nada de miradas perdidas sobre sonrisas desdentadas, ni doblegados cuerpos de brazos agujereados sino mujeres saludables ―y travestis mucho más saludables― que bien saben, como todo diligente empresario, que la presentación del producto es esencial para el buen funcionamiento del negocio.

Aquí, un viaje lisérgico hacia la lujuria sobre luces de neón. Un canto de sirena con cien caras con cien miradas maliciosas y cien cuerpos con doscientas curvas. Sodoma en una postal. Gomorra en El Corte Inglés.

En la instantánea (se siente pero está prohibido fotografiar a las cortesanas): el que viste y calza en el Distrito Rojo junto al reclamo de lo que, supongo, será un inocente “negocio de composturas”. Ah y por cierto, ―como apuntaba el gentilhombre aristo, no sé si por clarividencia o experiencia― sí, las pelucas multicolores del mercado de Albert Cuyp sirven para coronar las cabezas de la amplia mayoría de las rameras, furcias y fulanas que exhiben sus encantos a la luz de los purpúreos fanales.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ni experiencia ni clarividencia, simple memoria genética de cuando los Tercios Españoles no eran botellines de rubia cerveza en la que buscar, y nunca encontrar el sentido a esto.

Dani Llabrés dijo...

Lo que Ud. llama memoria genética yo lo llamo reencarnación, pactos con El Gran Cabrón, oscurantismo o guión para una nueva secuela de Los Inmortales. Vade retro, vade retro o compre mi alma (que la tengo de saldo).