miércoles, 28 de enero de 2009

DISCREPANCIAS CULTURALES PARTE 4: LA LAVADORA


Supongo que en alguna ocasión os habréis preguntado por qué los americanos del norte no tienen lavadora en su casa. Os habréis preguntado qué les lleva a acarrear sus calcetines sucios varias manzanas para dejar morir las horas delante de una hilera de tambores en arduo centrifugado o, en el mejor de los casos, cuál es la oscura razón de flagelarse con visitas a esos terroríficos lugares, siempre con bombilla nerviosa y dubitativa, habilitados en el subsuelo de los bloques de apartamentos.

Pues si esperabais encontrar aquí la respuesta os equivocabais. No, no tengo contestación para una de esas dudas que, juntamente con el porqué la llave de un armario viejo elimina un orzuelo o una cucharilla de postre evita que la sidra pierda gas, me atormentan desde hace lustros. Aunque, por el contrario, creo haber descubierto el origen de dicha extravagancia cultural: los Países Bajos. Pues en tierra de infieles tampoco le tienen afición a este, en nuestro caso, cotidiano electrodoméstico.
Sí, creo firmemente que la fobia por la lavadora ―alias lavar la ropa fuera de casa― ya vino marcada a fuego en la genética de aquellos colonizadores holandeses que, a principios del XVII, compraron la Isla de Manhattan a los indios Lenape ―según cuenta la leyenda, por unos irrisorios 24 dólares―.

Estando así las cosas, dos son las opciones que se te platean por estos lares en lo que a colada se refiere: el “hágaselo Ud. mismo” o el “aquí se lo dejo y vuelvo a las 4”. Como tardas bien poco en darte cuenta de que la primera candidata ―el self service de lavadoras, el buffet libre de la colada― es lo más parecido a que el diablo te sodomice ―pues no hay mejor aprendizaje que tu mejor jersey midiendo palmo y medio o las contundentes enseñanzas de ese arma de destrucción masiva llamada secadora― acabas buscándote una tintorería/lavandería. Esos extraños lugares donde toscas muchachas manipulan tus interioridades y además sucias.

No voy a negar que tener que cruzar 2 avenidas, 1 canal y 7 calles para limpiar tu ropa es bastante molesto pero, la verdad, es que mientras cruzo Ferdinand Bol con mi áspera bolsa a cuadros me siento un amsterdamés más. Sí, señoras y señores, la integración es una braga sucia.

sábado, 24 de enero de 2009

FOTOGRAMAS SABÁTICOS: REBELDES DEL SWING

Director: Thomas Carter

Año de estreno: 1993

Reparto: Un Robert Sean Leonard post-Club de los Poetas Muertos y pre-House, un Christian Bale post-El Imperio del Sol y pre-Bateman/Batman y un Kenneth Branagh post-Los Amigos de Peter y pre-Frankenstein.

El principio: «En las postrimerías de los años 30 un nuevo movimiento se extendía entre los adolescentes de Hamburgo, Alemania. Sus seguidores se negaban a unirse a la organización juvenil de los nazis, las Juventudes Hitlerianas ―conocidas como la H.J.―. Llevaban el cabello largo, estaban obsesionados con las películas americanas, la moda británica y la música Swing. Se llamaban a sí mismos Swing Kids».

El final: «Cientos de Swing Kids fueron enviados a campos de trabajo. A otros miles les obligaron a alistarse en el ejército y murieron durante la guerra. Pero el movimiento siguió creciendo y una nueva generación de Swing Kids sobrevivió para presenciar la derrota de los nazis».

Una frase: «¡Swing Heil!».

De qué diablos: Rebeldes del Swing merece estar inspirada en un buen libro que tenga todo lo que le falta a la película. Aunque un final desafortunado, cierta falta de intensidad y la omisión a la resistencia activa de la contracultura swing durante los años de la guerra no deben ensombrecer unas interpretaciones solventes, una buena recreación de esa Alemania preparándose para escribir con pulso firme y marcial los párrafos más torcidos de la historia ni el acierto de descubrirnos a estos dandis de zoot suit, sombrero de ala ancha y paraguas que, por principios, diversión o pasión, decidieron jugar distinto cuando el individualismo podía costarte la vida. Swing Kids o a la redención a través del baile, la música y la estética. ¿De qué me suena esto?

http://www.youtube.com/watch?v=COJH-cPJ2so

Sentencias y flechas

La bohemia es una vela consumiéndose en el cuello de una botella de vino francés.

martes, 20 de enero de 2009

BANDA SONORA: THE PEDDLERS

Hay situaciones, sensaciones y estaciones que reclaman a gritos una canción. Sentimientos, recuerdos y lugares que llenan tus oídos de compases y tu paladar de estribillos.

Ámsterdam es jazz. Jazz en la magia de sus callejas atemporales y en sus noches de espesa niebla flotando sobre canales. Ámsterdam es reggae. Reggae enjaulado que habita entre párpados a media asta y sonrisas lacias tras bocanadas cetrinas.

Hoy un poco de jazz. De ese jazz que es Ámsterdam. De ese jazz que siempre me vendrá a la mente cuando recuerde mis días aquí, piense en la felicidad esencial o la noche se llene de bruma. Hoy un poco de ese jazz -easy sin dejar de ser cool, pop sin dejar de ser elegante- de la banda del crooner del hammond Roy Phillips.

Grupo: The Peddlers
Álbum: Freewheelers
Año: 1967
Sello: CBS
Canción: Who Can I Turn To (When Nobody Needs Me)


http://www.youtube.com/watch?v=VKgGIcuX76c&feature=related

viernes, 16 de enero de 2009

QUE ME ENCIERREN EN UN CAFÉ MARRÓN Y TIREN LA LLAVE


Si bien uno puede encontrar en el lugar más recóndito del universo una pizzería, un pub irlandés o un restaurante chino ―y cada vez más, hasta un bar de tapas― sólo en esta parte del mundo podrás deleitarte con un café marrón. Y es que el paso de los siglos no se puede exportar.

Los bruine cafés son la esencia misma de una ciudad anclada cómodamente en su pasado. Ese complemento ideal para que nada desentone en nuestro viaje en el tiempo. Acogedores templos en claroscuro donde la ginebra es un elixir celestial que se niega a compartir protagonismo, la cerveza cien aguas benditas y las meat balls el ansiado maná con que avituallar el agradable camino.

Los cafés marrones son pequeños y recargados ―de toneles, cuadros y viejas botellas de piedra de jonge―, remansos de paz durante el día ―ideales para la lectura y las confidencias a media voz― y bulliciosos al caer la tarde ―idóneos para una sociabilización etílica que nada sabe de diferencias generacionales―. Oscuros, y endiabladamente acogedores, no conocen de otra banda sonora que las voces de sus parroquianos y el chocar de las copas a la lumbre de una vieja estufa.
Retazos de otro Ámsterdam; aquél de Rembrandt, Espinoza y Descartes; aquél de marinos y colonias de ultramar. Retazos en desgastada madera ―madera oscura en paredes, suelos, barra y allá donde mires― ajenos a una modernidad y a un turisteo que queda al otro lado del umbral. Huérfanos de la niebla de pipas y cigarrillos que no de los tres siglos de historia ―de los tres siglos de historias― que nos contemplan desde cada esquina alimentando ese temor reverencial que es más cercano al ―merecido―respeto por estos ilustres ancianos que otra cosa.

Recomendaciones:

Para terminar esta oda al café marrón nada mejor que las recomendaciones de turno. En este caso algo tremendamente facilón pues TODOS son recomendables. Aún así apunto el Oosterling 1877 en Utrechtstraat por ser el del barrio y el Pieper por su antigüedad ―1665―, por estar ubicado en el más bello paseo que puede darse en Dam ―recorrer Prinsengracht hasta el número 424―, por su ambiente de clientela de siempre y por hacerte sentir como parte de ella.

Más recomendaciones:

Para los que gustéis de la ginebra optar siempre por la joven y los amantes de otros espirituosos ―tipo whisky o ron― decidiros por la ginebra vieja de tintes pardos; nomenclaturas que nada tienen que ver con la edad sino con la diferente elaboración cuyos resultados son antagónicos. Además, la degustación de ginebras, tiene como maravillosa costumbre el combinarla con un buen vaso de cerveza. Aquí cualquiera nos vale pues en Ámsterdam hasta la Heineken es exquisita.

Ya para terminar un agradecimiento a todos/as los que seguís este blog y gracias por las más de 500 visitas recibidas en menos de 3 meses. Tal vez todavía hay una esperanza para este mundo.

domingo, 11 de enero de 2009

DISCREPANCIAS CULTURALES PARTE 3: ENTRE PERSIANAS, CORTINAS Y DEMÁS VISILLOS


Dicen los entendidos en la materia ―en este caso entendida― que la ausencia de persianas en las ventanas de Ámsterdam y el uso exclusivo de las cortinas como eficaz quitafrío en las noches de invierno se debe, lejos de aparentes motivaciones que van desde lo ahorrativo al exhibicionismo, al legado protestante de esta parte del país.

Así, frente al católico hogar bunkerizado, que lava sus platos sucios en casa y oculta al extraño sus miserias y temores, Ámsterdam exhibe sus estampas domésticas con total impunidad. Si además tenemos en cuenta que la legislación urbanística obliga a construir grandes ventanas, para aligerar el peso de las fachadas y evitar derrumbamientos, el espectáculo vital es para el visitante como poco abrumador.

Abrumador e inquietante para esos ojos poco acostumbrados a ver la vida ajena en directo ―más allá de bazofias televisivas donde cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia y menos mal― pero tremendamente acogedor y entrañable en cuanto conseguimos disfrutar de Ámsterdam como ese teatro dentro del teatro donde las calles y las casas se simbiotizan en un único y vigoroso enjambre y en cualquier paseo solitario por una callejuela cualquiera te sientes arropado y en compañía.


Y así, una vez superada la incomodidad inicial del voyeur ―tan pronto como descubres que más allá de tu ventana indiscreta no hay otra cosa que familias cenando y amigos charlando con unas copas de vino―, rara vez vuelves a posar la vista en otros cristales que no sean los de los comercios o restaurantes ―o los del Barrio Rojo en su caso y también a fuerza de superar cierta incomodidad―. Porque dentro de todos esos hogares simplemente transcurre la vida, igual que en el tuyo. Ese al que muchas veces hacemos menos caso del que se merece y del que dedicamos a los otros.

Ya sé lo que estáis pensando, mis estimadas y calenturientas almas, que de tener un patio interior de inmensas ventanas sin cortinas en pleno Ámsterdam estaríais todo el santo día con la nariz pegada al cristal observando a las pluscuamperfectas holandesas, pero os aseguro que si en vuestra primera mañana en esta deliciosa ciudad lo que hubiera aguijoneado vuestras retinas fuera una señorona de ciento veinte kilos correteando desnuda por la salita de su casa habríais aprendido la lección.

martes, 6 de enero de 2009

PÁRRAFOS SABÁTICOS: EL FIN DEL MUNDO HA LLEGADO ¡QUE SUENE MARVIN GAYE!

Si hay un protagonista estelar de este peregrinaje espiritual, más allá de La García y de este vuestro humilde servidor e incluso de Olivia, que ya es mucho decir, es este legajo modernista edificado con sucias palabras de las de enjuague con lejía, reflexiones incendiarias ―efectiva terapia para combatir la úlcera gástrica― y demencia bíblica atestada de anecdotario demencial.

Proyecto robado al asueto de los últimos años que centra la holganza de este ―al que la crisis está convirtiendo en más quijote que sabático, en más lucha contra gigantes que disfrute bucólico a la sombra de los molinos― y las ilusiones ―contenidas por el realismo― de un futuro elegido por uno mismo.

Aquí os dejo con una breve ficha de mi aportación a la literatura mundial, esperando ―y al hilo de mi anterior post literario― no suponga el ocaso de la misma.

Autor: El que suscribe.

Año de publicación: incierto.

El principio: «Koji Nakamura conducía por el ovillo de circunvalaciones que orbita alrededor de Tokio. El crepúsculo dibujaba a su espalda la dentada silueta de la megalópolis dándole un aspecto amenazador, como de enormes fauces cerniéndose sobre él. Apretó con fuerza el acelerador intentando alejar de la boca del estómago esa inquietante sensación, recuperando la serenidad a medida que las millas iban poniendo asfalto de por medio. Una serenidad, una paz que por mucho que escarbase en su interior no recordaba haber tenido nunca. Al menos hasta ayer por la noche, cuando recibió el mensaje en su correo electrónico.

—Mañana es el día. 19:00. Mañana es el día. 19:00. Mañana es el día. 19:00 —se repetía entre susurros sintiendo cómo los nervios y la impaciencia atenazaban sus pulmones dificultándole la respiración.

Comprobó nuevamente por el espejo que los dos metros de manguera y la katana reposaban sobre el asiento de atrás. Todavía eran las siete menos cuarto y la siguiente salida era la suya.

Todo estaba controlado».

El final: «Empezó a llover. La lluvia era suave y delicada. Una lluvia que le acariciaba la cara, arrastraba sus lágrimas y saciaba su sed.

El señor Yamamoto miró la lluvia caer. Cada gota estaba en su lugar».

Una cita: «A los ojos de los demás podíamos parecer un puñado de perdedores que habían dejado pasar el tren. Teníamos trabajos de mierda con sueldos de mierda, vivíamos de alquiler en cuchitriles infectos y carecíamos de pareja estable y visos de adquirirla. Pero la verdad es que nos daba totalmente igual. Al menos, nadie había elegido por nosotros ni habíamos sucumbido a la presión social. Nos negábamos a renunciar a nuestros sueños por triviales y absurdos que parecieran. Para nosotros eran los demás los que habían perdido la batalla. Proyectos de héroe que cayeron en las trincheras sin pegar un solo tiro. Muertos en vida que arrastraban su frustración en un carrito con niño. Que maceraban su angustia en un trabajo anodino. Que veían su futuro con clarividencia en cada una de las arrugas que la amargura había esculpido en la cara de sus progenitores».

De qué diablos: Unos adolescentes nipones se han citado a través de internet para suicidarse cuando una lluvia de ranas cae sobre ellos. Una semana después, el tejado del Arena México se viene abajo en pleno combate de lucha libre a causa de una tormenta de granizo. Siete días más tarde, en el Hotel-Casino Riviera de Las Vegas, el certamen internacional de imitadores de Elvis es interrumpido y arrasado por miles y miles de langostas.
Ajeno a todo esto Duque pasa la vida entre discos de jazz y noches de soul en compañía de sus amigos: Santo ―un adicto a la tele-tienda que lleva dos semanas sin salir del sótano de su casa―, Moriarti ―canallesco celador de hospital a tiempo parcial y fumeta terapéutico a jornada completa― y Franky ―un violento trabajador de funeraria que sólo se comunica con frases de películas―. Una existencia sin norte ni brújula que en un momento de delirio les lleva a creer, de forma bastante fundada, que el fin del mundo ha llegado y ocurrirá en Tomelloso. Lo cual no sería un inconveniente de no ser ellos los elegidos para salvarlo.

jueves, 1 de enero de 2009

¿ODIO LA NAVIDAD?


Rotundamente no. El odio supone un enconamiento y una vehemencia que la navidad no merece ―frase abierta para que cada cual añada bien «el esfuerzo», bien «la inquina»―.

Digamos que, sin llegar al odio, me resulta desagradable en muchas de sus facetas. Entre otras, por la felicidad de saldo con calzador de regalo, por esos compromisos familiares que para los más son garrote vil y para los menos excusa para no volverse a ver hasta 364 días después ―o 365 si el año es bisiesto―, por las orgías gastronómico-pantagruélicas al más puro estilo El sentido de la vida, por la salida nocturna como asignatura obligatoria, por el patetismo ilustrado de esas cenas de empresa donde la preceptiva borrachera sirve para justificar jefes trasteando subordinadas y compañeros casados intercambiando fluidos con compañeras casadas, por las felicitaciones masivas y prestadas, porque te hacen recordar a los ausentes, por «el imbécil con serpentina» alias espécimen beodo y salteador de Nocheviejas ―estoy firmemente convencido de que siempre es el mismo pero con distinta careta― proclive al abrazo fácil y a los deseos de prosperidad ―no por vacuos menos insistentes―, porque cuando salgo a la calle y me veo rodeado de todas esas estampas macilentas de señorona con estola, corbata-Cristo-dos-pistolas anudando saco de chistes y adolescente de americana y zapatillas me asaltan los instintos homicidas… porque nunca me ha gustado sentirme parte del rebaño.

Si bien muchos de estos despropósitos son cálices que ya me he encargado de alejar de mí ―pues el no tener móvil me ahorra los mensajes edulcorados, el ser mi propio jefe me ha permitido abolir por decreto la cena de empresa y la excusa de estudiar el fin de año en el mundo la incómoda pregunta de «¿en Nochevieja qué?»―, el resto los padezco o he padecido en mis propias carnes con la llegada de «tan señaladas fechas».

De quedarme aquí mi posicionamiento ante los fastos navideños parecería claro y tajante pero como la mente humana no está fabricada para el simplismo ―aunque el gran público se empecine en auto-mutilar y aletargar esa maravilla del raciocinio― no acabaré esta crónica sin cantar alguna de las excelencias propias de esta festividad que, por su grueso manto de tradición, sirve de eficaz pretexto para: ver a la gente que aprecias o hacer esa llamada que, por absoluta dejadez, llevas tiempo postergando; dar y recibir regalos; seguir atesorando entrañables anécdotas y ver la ilusionada cara de La García con los ecos de la duodécima campanada del año. Sí, supongo que en el fondo ―aunque a veces no en la forma― soy más pretor que César, más garante de las tradiciones que semi-deidad.

En la instantánea: una de esas reuniones familiares por las que sigue valiendo la pena que la navidad regrese cada año.