Supongo que en alguna ocasión os habréis preguntado por qué los americanos del norte no tienen lavadora en su casa. Os habréis preguntado qué les lleva a acarrear sus calcetines sucios varias manzanas para dejar morir las horas delante de una hilera de tambores en arduo centrifugado o, en el mejor de los casos, cuál es la oscura razón de flagelarse con visitas a esos terroríficos lugares, siempre con bombilla nerviosa y dubitativa, habilitados en el subsuelo de los bloques de apartamentos.
Pues si esperabais encontrar aquí la respuesta os equivocabais. No, no tengo contestación para una de esas dudas que, juntamente con el porqué la llave de un armario viejo elimina un orzuelo o una cucharilla de postre evita que la sidra pierda gas, me atormentan desde hace lustros. Aunque, por el contrario, creo haber descubierto el origen de dicha extravagancia cultural: los Países Bajos. Pues en tierra de infieles tampoco le tienen afición a este, en nuestro caso, cotidiano electrodoméstico.
Sí, creo firmemente que la fobia por la lavadora ―alias lavar la ropa fuera de casa― ya vino marcada a fuego en la genética de aquellos colonizadores holandeses que, a principios del XVII, compraron la Isla de Manhattan a los indios Lenape ―según cuenta la leyenda, por unos irrisorios 24 dólares―.
Sí, creo firmemente que la fobia por la lavadora ―alias lavar la ropa fuera de casa― ya vino marcada a fuego en la genética de aquellos colonizadores holandeses que, a principios del XVII, compraron la Isla de Manhattan a los indios Lenape ―según cuenta la leyenda, por unos irrisorios 24 dólares―.
Estando así las cosas, dos son las opciones que se te platean por estos lares en lo que a colada se refiere: el “hágaselo Ud. mismo” o el “aquí se lo dejo y vuelvo a las 4”. Como tardas bien poco en darte cuenta de que la primera candidata ―el self service de lavadoras, el buffet libre de la colada― es lo más parecido a que el diablo te sodomice ―pues no hay mejor aprendizaje que tu mejor jersey midiendo palmo y medio o las contundentes enseñanzas de ese arma de destrucción masiva llamada secadora― acabas buscándote una tintorería/lavandería. Esos extraños lugares donde toscas muchachas manipulan tus interioridades y además sucias.
No voy a negar que tener que cruzar 2 avenidas, 1 canal y 7 calles para limpiar tu ropa es bastante molesto pero, la verdad, es que mientras cruzo Ferdinand Bol con mi áspera bolsa a cuadros me siento un amsterdamés más. Sí, señoras y señores, la integración es una braga sucia.